Comentario
Frente a esta evolución de la miniatura y de la pintura en Francia durante los siglos XIII y primera mitad del XIV que acabamos de ver, en Italia las cosas se desarrollaron de forma diferente. El seguimiento de la pintura gótica italiana durante el Duecento y el Trecento se centra en varias ciudades, relevantes igualmente en el campo de la plástica escultórica, y en monumentos o lugares muy específicos que, sin haber contribuido a la gestación de las nuevas corrientes, fueron receptoras de las novedades. En el primer caso hay que referirse a Roma, Siena y Florencia, en el segundo a la basílica de Asís, cuya decoración concentró a maestros de muy distinta procedencia y que por lo tanto contribuyó a interrelacionar corrientes, y a Nápoles. Esta última ciudad, centro del reino de los Anjou en la Italia meridional, aunque no poseyó una escuela propia, fue lugar de paso de grandes personalidades. Cavallini, Giotto, Simone Martíni..., son algunas de ellas. Es evidente que su situación es parangonable a la de Asís.Durante el Duecento, Italia se desmarca de otros países en lo que al lenguaje formal pictórico se refiere. Si lo que denominamos estilo 1200 se rastrea aquí y allá en Francia, Inglaterra, Península Ibérica..., en Italia es difícil hablar de bizantinismos en idénticos términos a los utilizados para estas zonas. No se detectan bizantinismos, porque su pintura es bizantina, no existe una recreación porque obras muy paradigmáticas se deben a artistas de esa procedencia (mosaicos de San Marcos de Venecia, o los de Sicilia por ejemplo) y otras menos espectaculares llegan a Italia directamente desde Oriente.Es precisamente el peso del mundo bizantino, la denominada "maniera greca" que se trasluce fuertemente aún en la obra de maestros como Cavallini o Cimabue, lo que caracteriza el Duecento en Italia. En Siena y Florencia otros pintores como Copo di Marcobaldo o Guido da Siena encarnan esta misma línea.Paralelamente a la pintura mural o sobre tabla, una de las peculiaridades del mundo italiano de este período lo constituye el mosaico. Se trata de una tradición que para explicar sus orígenes obliga a recurrir a Bizancio. Los mosaicos de Venecia o los de Cefalú y Palermo se deben a mosaistas orientales, pero sientan las bases para el desarrollo de este arte como carácter ya autóctono a lo largo de la segunda mitad del Duecento y del Trecento. Talleres surgidos en la Península ejecutan brillantemente composiciones creadas por maestros de la talla de Cimabue. Los mosaicos de la cúpula del Baptisterio de la catedral de Florencia, concluidos hacia 1325, que desarrollan un ciclo muy amplio con escenas del Antiguo y Nuevo Testamento se cuentan entre los más significativos. También lo son, a pesar de su excesiva restauración, los de la catedral de Pisa, o los que Pietro Cavallini y Jacopo Toriti realizan en los últimos años del siglo XIII en distintos puntos de Roma.Entre las personalidades artísticas que harán avanzar la pintura italiana, desde los presupuestos de la "maniera greca" hacia un lenguaje que sin abandonar el bizantinismo conlleva novedades, están Duccio en Siena y Pietro Cavallini en Roma. Este último, pintor y mosaísta, es el artífice que colabora más estrechamente con la corte papal en un período de crisis del Papado (la época de Nicolás III, de la familia de los Orsini) , que por lo mismo hace del arte un vehículo eficaz para mostrar una preponderancia que no existe, pero que se pretende recuperar o reivindicar a través de las formas externas. No es casual que sea entonces cuando se emprenda la restauración de la basílica de San Pedro, se inicie la construcción de un palacio en el Vaticano o se remodelen las iglesias más importantes de la ciudad.Pietro Cavallini colaboró estrechamente en este proyecto. Trabajó en San Pablo Extramuros (hacia 1287-1297), realizó los mosaicos de Santa María in Trastevere (hacia 1290) y pintó los frescos de Santa Cecilia in Trastevere (hacia 1290). En esta última destaca su magnífico Juicio Final, todavía de fuerte gusto bizantinizante, pero magnífico en su ejecución.